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Homo Imperfectum

Finalista en el XII concurso de relatos de inspiración cientifica

La humanidad siempre tuvo dos grandes deseos que envenenaban sus mentes. El primero era la perfección. Usaban filtros para salir mejor en las fotografías, ocultando sus imperfecciones, creando una versión falsa de su rostro, aunque ellos lo veían más bonito. Además, siempre estaban comparándose y queriendo ser mejor. Si tenían kilos de más, queriendo perderlos; si eran muy delgadas, deseando tener curvas; si eran altas, acomplejadas por su tamaño; y si eran bajitas, explorando vías para medir más. Por otra parte, estaba la búsqueda continua de la eternidad, causada por el pánico a la muerte. Como si vivir casi cien años fuera poco, como si no diese tiempo a hacer todo lo que querían. Eran velas consumiéndose que soñaban con tener más cera y temían que el viento las apagase demasiado rápido. Quizá no era el aire lo que las mataba, sino el miedo.

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No eran necesidades, sino enfermedades que fueron comiéndose la cordura de las personas hasta que hallaron la forma de tenerlo todo: construyeron androides con forma humana e implantaron los corazones de las personas, logrando vida en ellos. Lograron transportar las almas de los mortales a los robots, inventando inteligencia artificial humana. No solo consiguieron que fuéramos eternos, sino también que nos diseñáramos a medida, como quisiéramos. Si algo no nos gustaba, podíamos cambiarlo fácilmente. 

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A esta nueva especie se la bautizó como Homo effictus, siguiendo la tradición de los nombres de la evolución humana que provenían del latín. Hombre moldeado, significa. Al principio, muchos no llegaban a fiarse, decían que se trataba de una conspiración de los poderosos para acabar con todos. No obstante, poco a poco pasó de dar miedo a ser tendencia, y como todo lo que se ponía de moda en aquel entonces, acabó contagiando las ganas hasta al más despistado. Al fin y al cabo, ¿quién iba a querer ser diferente?  

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Esto es lo poco que sé de los homo sapiens sapiens, toda esta información está sacada de libros y viejas películas, en los que, tal como he dicho, siempre hablan de protagonistas atractivos y de diversas menciones al deseo de parecer siempre jóvenes. Sin embargo, nunca llegué a conocer a ninguno en su plenitud. Fui de las últimas en nacer como ellos, después de mi generación, no volvió a dar a luz nadie más. Para empezar, porque los robots no se quedan embarazados, no tienen aparato reproductivo; y, para seguir, porque si nadie muere, nadie puede nacer, se necesita un equilibrio.

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Al principio resultó ser un gran avance, y lo que empezó como un deseo pasó a ser una obligación que nadie se planteaba no cumplir, se normalizó. En tu decimocuarto cumpleaños, te realizaban la operación, cambiando tu cuerpo mortal por el robótico. Eso sí, no te daban cualquier prototipo, sino que trabajabas durante años con un diseñador para acertar con el modelo que soñabas. Una vez completada la transición, te asignaban un trabajo, una casa compartida y empezaba tu vida adulta. Hasta entonces, durante la infancia y adolescencia, mantenían a los humanos al margen, en un edificio con catorce plantas, cada una para una edad. Allí iban educando y enseñando a los niños, preparándolos para lo que les esperaba: una vida perfecta y eterna. Después de mi generación, cuando acabó la transición, el edificio pasó a ser un museo.

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Sonará a mundo ideal, pero realmente fue una utopía. No tuvieron en cuenta un pequeño detalle: siempre queremos más, nunca nos sentimos realizados al completo. Los primeros conflictos comenzaron hace una década, cuando las comparaciones pasaron de estar en nuestra cabeza a manifestarse verbalmente. Poco a poco quisimos más: algunos se volvieron a operar, cambiando piezas; otros calmaron su envidia dañando a sus enemigos. A su vez, habían quienes, cansados de ser inmortales, se aburrían y querían acabar, irse del todo. Otros, sin miedo a un hipotético fin, empezaron a rebelarse sin miedo, a probar caminos prohibidos. Sin mortalidad tampoco quedó humanidad. Jugar con la oscuridad sólo podía traer una cosa: un castigo de la naturaleza. Y, al final, pasó lo que parecía imposible. En mitad del caos, se desarrolló un virus informático que acababa con los Homo effictus, apagando su corazón sin opción a recuperar el pulso.

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La tormenta se tornó en un huracán devastador. De ser inmortales, pasamos a estar casi extinguidos. 

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Escribo este texto desde el último campamento para supervivientes. Por suerte, la ciencia continuó desarrollándose, y gracias a ello, hemos hallado un modo de sobrevivir al virus: recuperar los cuerpos humanos. En el museo hay suficientes criogenizados, y podremos volver a ellos sin problema. Eso sí, tendremos que guiarnos por las investigaciones que los antiguos dejaron registradas.

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No obstante, no dejo de preguntarme qué hubiera pasado si en vez de buscar lo perfecto, hubiésemos aceptado lo imperfecto.

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